La Militarización de las Relaciones Internacionales
Por Enrique Lacolla
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La difusa dictadura de los medios masivos de comunicación, oculta o más bien disimula la naturaleza de las tendencias que más gravitan para decidir las líneas de acción estratégicas en el mundo de hoy. Todo parece reducirse a la lucha contra el “terrorismo” o el narcoterrorismo.
Con esta etiqueta, a la que con frecuencia se suele adosar una presunta lucha por los derechos humanos, el imperio norteamericano y sus aliados están militarizando las relaciones internacionales a una escala desconocida desde los tiempos previos a la segunda guerra mundial.
Los objetivos de esta política militar son ilimitados. Irak, Afganistán, Irán, son apenas los frentes de tormenta de un intento hegemónico de relieves mucho más vastos y que avanza como una apisonadora, más allá de los eventuales altibajos que puedan producirse en su marcha. Su propósito es el dominio del mundo para constreñirlo dentro de los patrones de una globalización concebida a la medida y a la conveniencia de las regiones desarrolladas del planeta.
Para conseguir esto es necesario destruir los núcleos de resistencia que puedan oponerse al proyecto económico del neoliberalismo o reducirlos a acomodarse a este, abdicando toda posibilidad de desarrollo independiente de parte de las naciones inconclusas. Una llave maestra para conseguir este objetivo es vaciar por dentro los Estados nacionales y fomentar su fragmentación, aprovechando las eventuales cesuras, las posibles grietas, que puedan determinar la fractura de su unidad. Hasta ahora, el más claro ejemplo de esta tendencia fue la partición de Yugoslavia, primer ensayo de esta táctica a partir del derrumbe del bloque del Este y del hasta entonces relativo equilibrio bipolar. Pero en estos momentos podría estar tocándonos el turno en América latina.
Estados Unidos y la Unión Europea colaboraron en la tarea de desarticular Yugoslavia, lo que dio lugar a una guerra sangrienta. Ese proceso culminó recientemente con la declaración unilateral de la independencia de la República de Kosovo, la sexta provincia de la ex Yugoslavia que proclama su separación de Serbia, hasta los años ’90 el factor aglutinante de una nación multiconfesional y multiétnica cuya existencia la convertía en un elemento ponderador del área geopolítica que se irradia desde los Balcanes.
El control de Kosovo por la alianza noratlántica tiene objetivos muy claros para la agenda geoestratégica de Estados Unidos. En primer término consiente un mejor control sobre los potenciales oleoductos y gasoductos que irían desde el Mar Caspio y el Medio Oriente hasta la Unión Europea, y el control de los corredores marítimos que vinculan a esta con el Mar Negro. Pero también protegerá la ruta del comercio de heroína, cuya producción se ha multiplicado a partir de la ocupación de Afganistán por Estados Unidos, según lo admiten los observadores de las Naciones Unidas.
Pues, aunque suene paradójico, tanto la CIA como los circuitos bancarios internacionales tienen interés en proteger ese tráfico al que condenan de labios para afuera. La CIA porque deriva de él grandes ganancias para financiar sus operaciones encubiertas, y los segundos porque con ellas aceitan el flujo de capitales.
Pero la gigantesca pinza que se diseña sobre el Medio Oriente desde el Asia central a los Balcanes, y que gravita en última instancia contra Rusia y China, tiene otras proyecciones, listas a ser activadas a fondo cuando sea necesario o cuando la situación sea propicia. En América latina tenemos mañana el referéndum autonomista de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, lanzado en forma ilegal por los secesionistas santacruceños, que arroja la sombra de la disgregación sobre ese país. Este asunto es gravísimo, y puede significar el punto de partida para una desestabilización sudamericana que ya quedó insinuada con la incursión colombiana contra un campamento de las Farc en Ecuador.
También hemos tenido, poco tiempo atrás, la declaración oficial de la reactivación de la Cuarta Flota estadounidense, consagrada a la “custodia” de las aguas del Mar Caribe.
Esta unidad de la Armada norteamericana había sido disuelta como una organización operativa después de la segunda guerra mundial, cuando había servido como estructura dirigida a combatir la acción de los submarinos alemanes en esas aguas. El poder estadounidense en esa zona siguió siendo abrumador, desde luego, como dieron cuenta las intervenciones en Guatemala, Santo Domingo y Panamá, por ejemplo. Para no hablar de la inminencia de una invasión a Cuba en ocasión de la crisis de los misiles en 1962. Pero ese poder de intervención era cosa sabida y que no requería de una pantalla ofensiva -disfrazada de defensiva- en esos lugares. Por mera presencia, Washington campaba por sus respetos.
La callada pero ascendente preocupación por el control de los recursos naturales no renovables –petróleo y agua, fundamentalmente-, el ascenso de un gobierno popular en Venezuela y las incipientes luchas latinoamericanas para escapar del abrazo de hierro de la globalización, han hecho sin embargo que el Imperio vuelva a mirar hacia el Sur con un talante más declaradamente agresivo. Los pretextos sobre los cuales se instala esa agresividad son el narcotráfico, el combate al terrorismo, los “derechos humanos” y, por qué no, un argüído respeto hacia los “pueblos originarios”. Esto es, el combate por un mundo más limpio y más democrático.
Cómo se compaginan estos objetivos con el sostenimiento y el fomento de gobiernos turbios como el albanés o regresivos como el de Arabia Saudita y las monarquías de los emiratos petroleros del Golfo; con el fogoneo de los separatismos, con el Plan Colombia y con las aspiraciones a controlar los recursos de la Amazonia, son misterios que no se aclaran.
Para ocultarlos bajo la nube de humo de la información desjerarquizada o del comentario superficial, están los monopolios de la comunicación.
Luchemos, pues, por ensanchar los espacios de la libertad de expresión que nos quedan. A partir de ellos se podrá ir fundando un proyecto de recuperación de nuestra propia identidad. Y, en consecuencia, de la formulación de nuestros propios objetivos en el mundo y en el tiempo.