Por Alberto Buela (*)
Le ha pasado a muchos, y nos ha pasado también a nosotros, que después de dictar clase durante años en la universidad, dejaron la enseñanza para limitarse a la investigación propia, a pensar sin ataduras, programas ni horarios.
Pero, por qué se toma este tipo de decisión tan vital: a) Por la íntima y subjetiva convicción del filósofo (ocurre con otras disciplinas también), que si bien la práctica filosófica requiere como condición el ejercicio académico, al menos durante un tiempo, esa práctica filosófica no se agota en ejercicio académico. Y b) porque son muy pocos los que pueden soportar la presión del ejercicio simultáneo de la filosofía en dos escenarios tan diferentes como el público y la academia. No sólo porque existen dos juegos de lenguajes: el propio de la academia con sus tecnicismos, cuanto más mejor, que circula en el interior de las facultades de filosofía y se expresa en las publicaciones especializadas. Esa verborrea bizantina que hizo exclamar a Nietzsche: “ciertos profesores de filosofía oscurecen las aguas para que parezcan más profundas”.
Y el propio de lo público, vinculado a las formas de opinión pública (TV, radio, diarios, conferencias abiertas) y al uso del lenguaje cotidiano. Y en este campo vale el apotegma de Ortega: “la claridad es la cortesía del filósofo”.
A esto hay que agregar que, quien decide intervenir sobre lo público corre el riesgo de perder el empleo público como profesor universitario o investigador. La reticencia de los académicos a pegar el salto es más bien por este último motivo que por el anterior.
Además desde el lado académico se lo comienza a considerar en una categoría menor como la de “ensayista”. Dice Owe Wikstrom en Elogio de la lentitud que el ensayo es un intento, ese es su sentido etimológico, donde el autor mezcla lo pequeño y lo grande de manera personal. Y agregamos nosotros, El ensayo llega a conclusiones, enumera las pruebas más que detenerse en el método que convalida las pruebas. Por otra parte el ensayo fue durante muchos años un producto típicamente hispanoamericano, tenido por un género menor por los autores de manuales académicos al estilo europeo.
Es interesante notar que la figura del intelectual público es tan vieja como el ejercicio de la filosofía, el ejemplo clásico es Sócrates. En cuanto al intelectual académico recién aparece con cierta regularidad a partir de la década del cuarenta del siglo XX. El caso argentino es emblemático, antes del 40 todos los filósofos, no había tantos, eran intelectuales públicos y es a partir de esos años que son incorporados a sueldo mensual en las plantillas universitarias. Esto produce un enriquecimiento de la Universidad que luce con las mejores ropas de toda su historia durante 15 años hasta que en 1955 es intervenida por el poder político de turno. Las consecuencias fueron nefastas pues la Universidad se encerró en sí misma y ya no produjo filósofos sino, a lo sumo, buenos investigadores.
En estos últimos veinte años ha aparecido una variante del intelectual público, la del “yeite o curro filosófico”, para decirlo en lunfardo. La de aquellos profesores de filosofía que le han buscado la vuelta a tan noble disciplina para ganar dinero con ella. Así aparecieron los filósofos terapeutas como Lou Marinoff (Más Platón y menos Prozac), los filósofos de la vida que dictan seminarios en su casa, los filósofos mundanos como nuestro Sebrelli que dicta seminarios de verano en las playas de Punta del Este, los filósofos críticos de la sociedad que dictan sus clases en algún organismo internacional bien pagos, los filósofos que dictan ética empresaria, a empresarios ricos con empleados pobres, etc., etc.
La figura del intelectual público no es ni la de un académico erudito ni la de un experto “chanta o farabute” como los que acabamos de mencionar. Él posee una cultura general y se interesa en poner ideas nuevas o viejas, pero siempre diferentes en debate. Deja de lado las interpretaciones especializadas que los académicos discuten entre pares y busca o intenta la interpretación sencilla y general. Es que él, como buen filósofo, es un maestro en generalidades. Piensa a partir del disenso frente a lo políticamente correcto y al pensamiento único. Es no conformista y rechaza la especialización siempre vinculada a una pequeña elite. Es que la universidad moderna ha legitimado un saber de eruditos y ha terminado minando la cultura intelectual común de los pueblos. Su saber no es un saber ilustrado, un saber sólo de libros, sino que intenta un saber sobre las cosas que son y suceden en la vida pública, que no es otra cosa, reiteramos, que la vida de los pueblos.
El filósofo como intelectual público pierde mucho tiempo de su vida hablando con unos y con otros, en reuniones infinitas y en conferencias multitudinarias en donde no se sabe bien qué es lo que llega a entender el receptor. De ahí su exigencia de claridad expositiva. Se le va gran parte de su vida tratando de construir una opinión distinta a la dada en o sobre personajes que puede llegar a tener alguna ingerencia política o social. Trabaja sobre “lo que es” pero con vistas “al deber ser”, pues para él, el ser es lo que es más lo que puede ser. Ningún profesor de filosofía de los miles de cagatintas que existen puede llegar a pensar así, pues sólo recitará al respecto las lecciones de Aristóteles o Heidegger.
Hace unos años apareció un libro de Richard Posner Intelectual público, un estudio de su decadencia en donde sostiene que “el intelectual público es un no especialista y eso mismo era, tradicionalmente, el filósofo”, y a reglón seguido nombra todos “paisanos” como él (¡qué vocación de autobombo que tienen!) Nussbaum, Habermas, Dworkin, Nagel, Singer, Putman, etc., cuando en realidad son otros los genuinos intelectuales públicos en el mundo: los Franco Cardini, Massimo Cacciari, Marco Tarchi, Pietro Barcelona, Giacomo Marramao, Marcello Veneziani, Gustavo Bueno, Fernández de la Mora, Aquilino Duque, Sánchez Dragó, Javier Ruiz Portella, Javier Esparza, Claude Rousseau, Alain de Benoist, Julián Freund, Michel Maffesoli, Jean Cau, Tomislav Sunic, Günter Maschke, Ernst Nolte, Alexander Dugin et alli. Y aquí en nuestro medio se destacan Silvio Maresca, Máximo Chaparro, Luís María Bandieri, Jorge Bolivar, Alberto Caturelli, Oscar del Barco, González Arzac y tantos otros.
Tenemos también nosotros, hoy como moda, otros intelectuales mucho más promocionados y publicitados por los mass media como Feimann, Forster, Aguinis, Kovaldoff, T. Abraham, Rotzitchner, pero no pueden ser considerados “intelectuales públicos” porque son intelectuales orgánicos del gobierno de turno o del régimen político. O peor aún están al servido del lobby explotador del pobrerío más poderoso de Argentina.
Es que el intelectual público tiene como método el disenso sobre el orden constituido que siempre le parece un poco injusto. La premisa que guía su pensamiento es aquella de Platón: “la filosofía es ruptura con la opinión”, y sobre todo con la “opinión publicada”. Y este el es criterio para juzgar adecuadamente a un intelectual público.
Es apropiado distinguir que lo público está constituido por el ámbito de interés compartido de las fuerzas de una sociedad. Cuando a partir de los años 80 se limitó lo público al espacio se le castró su sentido, su finalidad y al ser reducido solo a espacio (el gravísimo error de Habermas) pasó a ser entendido como de nadie y por lo tanto lo puedo tomar. Claro está, esto no pasa en Alemania que son todos ilustrados, pero sucede a diario en todo el mundo bolita que es el nuestro.
Lo público debe de ser pensado como función (vgr.: la empresa pública, la tierra pública, la televisión pública) no puede ni debe quedar reducido a espacio público donde la práctica deliberativa de la democracia discursiva (sic Habermas) tiene lugar. El espacio público como lugar de la asamblea. Esto es una estupidez, un engaña pichanga, un gatopardismo para que todo siga igual.
De modo que el intelectual público no es un simple discutidor, un charlatán, un hablador por hablar sino que antes que nada y sobre todo tiene que tener en cuenta la función o finalidad de lo público y de aquellas cosas que se presentan como problemas públicos-políticos.
De modo tal que si juntamos ruptura con la opinión publicada, práctica del disenso y producción de sentido obtendremos un genuino intelectual público.
Filosofo
Universidad Tecnológica Nacional. (UTN)
Abstrac de “Teoría del Disenso”, Universidad de Zulia, Maracaibo Venezuela 2004 http://redalyc.uaemex.mx/src/inicio/ArtPdfRed.jsp?iCve=27992707
Alberto Buela (nacido en Buenos Aires en 1946) es un filósofo argentino que ha trabajado sobre tres temas específicos: metapolítica, teoría del disenso y teoría de la virtud. Así se destaca como el fundador de la metapolítica en América. Sus trabajos al respecto son múltiples y variados: Qué es metapolítica; Metapolítica y tradicionalismo; El katechon como idea metapolítica, Algo más sobre metapolítica, Metapolítica de lo social; Suramérica como katechon metapolítico; Visión metapolítica de la elección del Papa, etc. Sobre él ha afirmado el estudioso obispo Aguer: “Alberto Buela es un metafísico, y no cualquier pensador llega y se mantiene en las alturas de la metafísica, pero él es un filósofo de Chiclana y Boedo y también se ha ocupado de cuestiones muy prácticas para desmentir aquella sospecha de que el filósofo anda por las nubes y se cae en el pozo. Su incursión en la filosofía práctica y su cultivo reciente de la metapolítica me parece que lejos de desmentir su condición de metafísico, al contrario, su capacidad metafísica le acredita para que su incursión en la metapolítica no sea puro macaneo sino que sea efectivamente la apertura de un nuevo espacio del conocimiento interdisciplinario en el cual se vayan profundizando, identificando categorías que fundamentan la acción política. En primer lugar las grandes categorías que están detrás de la acción política concreta y por otro lado, la dilucidación de lo que significa el carisma y el arte de la vida política, del ejercicio de la vida política”. Ha publicado más de 200 artículos académicos en el extranjero y una veintena de libros, tanto sobre filosofía clásica y contemporánea, como sobre política, geopolítica y metapolítica. Su pensamiento se apoya en autores clásicos como Platón y Aristóteles y en autores contemporáneos europeos como Scheler, Heidegger y Bollnow, y en americanos como McIntayre, Wagner de Reyna, Nimio de Anquín y Saúl Taborda, entre otros. Como propulsor en América del estudio de la metapolítica, en tanto interdisciplina que estudia las grandes categorías que condicionan la acción política, ha propuesto la teoría del disenso, a contrario sensu de la Escuela de Frankfurt, como la más apropiada para crear teoría crítica. En la presentación de su Teoría del Disenso afirma: “La intención de este trabajo no es reducir el tema del disenso a la teoría del conflicto al estilo de Marx o Engels, tema que dejamos al marxismo y sus estudiosos, tampoco tratarlo desde la polemología, asunto que ha recibido desde los años 70 un tratamiento pormenorizado y casi definitivo por parte de Julien Freund y Gastón Bouthoul. La intención es analizar el disenso desde la posibilidad de constitución de teoría crítica. Sabemos que no es fácil, se necesita un trabajo interdisciplinario, aun cuando hay algunos pocos pensadores (Cacciari, Marramao, Siena, Duguin, Wagner de Reyna) meditando el tema. Pretendemos, con las limitaciones del caso, responder a la Escuela de Frankfurt, pues como se sabe desde hace unos treinta años se impuso en las democracias occidentales la teoría del consenso, que tiene su origen ideológico en dicha escuela neomarxista con el filósofo Jüngen Habermas a la cabeza. Esto dio por resultado que "el consenso o acuerdo de los grandes partidos políticos" se transformara en el fundamento moral de nuestras menguadas democracias. Reemplazándose así la genuina representación democrática y transformando al sufragio universal y secreto en una verdadera farsa. Porque viene a justificar las decisiones ya tomadas de antemano por el acuerdo de los grandes partidos. Nuestra propuesta del disenso como verdadera causa agente de la teoría crítica postmoderna, intenta abrir espacios y pliegues, al verdadero pluralismo social en el seno de un sistema democrático procedimental y por ende vaciado de contenido. Al consenso de los grandes partidos debemos agregar las múltiples y variadas “mesas de consenso social” patrocinadas por los grandes lobbies e instituciones de la sociedad civil, para que cambiando algo, nada cambie”. En orden a sus planteos éticos es dable destacar que ha trabajado sobre la recuperación del tema de las virtudes y los valores y así lo manifiesta: “Kant elabora una moral del deber o deontología porque no admite que las virtudes sean incorporaciones de bien, sin embargo cuando llega a la ética práctica, en la Metafísica de las Costumbres, reconoce la necesidad de la teoría de la virtud porque el solo deber es una "falta", es insuficiente y el hombre necesita una guía para lo que ha de hacer. La suficiencia a que remite el deber es puramente ideal y, precisamente, lo que se ha llamado valor. La ética del deber conduce así inexorablemente a la ética de los valores. Pero como no hay valores sin apropiación y este es un rasgo esencial de la virtud - la apropiación del bien-, la ética de los valores desemboca irremisiblemente en la ética de las virtudes”. Ha sido fundador y director de la revista Disenso desde