La liquidación del presunto Osama bin Laden se inserta en un cuadro de tensiones regionales muy inquietante, donde podrían autocumplirse algunas de las profecías enunciadas por el Pentágono de unos años a esta parte.
La escasa atención que los medios argentinos prestan al escenario internacional está dejando pasar, inadvertida, una suba pronunciada en la temperatura política en la región que se constituye, hoy por hoy y probablemente por mucho tiempo más, en el eje geoestratégico donde se leerán los registros de la balanza del poder mundial en el presente siglo. Esto es, el Asia central. Las potencias con aspiración a convertirse en superpotencias y los estados emergentes que se encuentran en condiciones de alcanzarlas ya están allí y es allí donde se proyecta también la voluntad estratégica de los planificadores del Pentágono, en su monumental apuesta hegemónica.
Al referirnos al Asia central nos estamos refiriendo a las naciones que ocupan el centro de la escena en ese lugar. Esto es, China, Pakistán, la India y Rusia, todas afectadas o soliviantadas por la política estadounidense de inserción en el área. Las administraciones norteamericanas han querido siempre que su accionar en la zona sea leído como parte de una “guerra contra el terrorismo”, pero esta es una pretensión peregrina que resulta eficaz sólo entre la masa de espectadores desaprensivos y desinformados que conforma el público de occidente. El resto sabe a qué atenerse. No es la persecución a los terroristas de Al Qaeda ni a los barbados talibanes lo que mueve a Washington a desplegar su abrumadora panoplia en esa zona ni a invadirla y asentar allí las bases que necesita para ulteriores desarrollos, sino el valor que supone como posible punta de lanza contra China o Rusia, y como paraguas protector de los oleoductos y las fuentes del crudo y gas en Medio Oriente, en el Mar Caspio y en el conjunto de los países del Asia central. La presencia norteamericana en ese lugar, jugada con efectivos más bien reducidos pero altamente tecnificados y armados, sustentada con el apoyo de gigantescas flotas, es un factor que pesa en la adecuación y orientación de una nación como la India, posible subdelegada imperial –por el juego de sus propios intereses que la oponen a Pakistán y a China- y en el papel que podrían jugar países como Turquía e Irán, asimismo con intereses competitivos. La zona es también un caldero étnico y confesional, donde se pueden poner a prueba los presupuestos del Choque de las Civilizaciones, teorizado por Samuel P. Huntington.
Es en aras a este diseño, activo desde que el ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre del 2001 suministró el pretexto ideal para actuar esa política, que hay que evaluar todos y cada uno de los fenómenos que se suceden allí. El asesinato de Osama bin Laden, hecho confuso si los hay (40 minutos de enfrentamiento y caída de un helicóptero norteamericano, todo sin bajas propias; el cadáver de Osama arrojado al mar) representó un hito; no por el personaje abatido, sino porque para llevar adelante ese emprendimiento el presidente Barack Obama pasó por encima de la soberanía de un presunto aliado y agravó, con ese acto, las ya grandes tensiones que existen entre Washington e Islamabad.
Ningún desarrollo político y estratégico en el mundo moderno puede ser comprendido si no se toman en cuenta los factores históricos que lo sustentan. La existencia misma de Pakistán dependió de la acción del imperialismo: nace de una segmentación debida a la acción del imperialismo británico en la India: si bien existía una rivalidad confesional muy importante entre hindúes y musulmanes, fue la acción sutil del virreinato inglés lo que avivó esa contradicción que terminó en la fragmentación del subcontinente en una parte islámica y otra brahmánica. Los contenciosos fronterizos pendientes entre ambos países los llevaron a una brutal depuración étnica, a tres guerras y a muchos enfrentamientos armados a lo largo de medio siglo. Pakistán se recostó en Estados Unidos para enfrentar a una India muy superior en reservas humanas y en riqueza, y esta última se apoyó en la Unión Soviética. El posterior ingreso soviético a Afganistán reforzó este esquema: Pakistán se convirtió en un aliado preciado para sustentar la insurgencia de los “luchadores de la libertad”, como los llamaba Ronald Reagan, empeñados en derrotar al gobierno impuesto por su enemigo global. El crecimiento paquistaní y su logro de armamento nuclear lo fueron convirtiendo sin embargo en un socio poco seguro, recorrido por una sorda resistencia al manejo puramente instrumental que hacían los norteamericanos del fundamentalismo islámico, resistencia que potencia la peligrosidad de la anarquía propia de un país desgarrado entre políticos y militares, con fuertes tensiones intrínsecas y con un potencial bélico temible.
Esto hizo que, para Washington, Pakistán se haya convertido en un estado fracasado y quizá pronto inviable. Las comunidades militares y de inteligencia estadounidenses parecen haber recibido la orden de incidir para que ese proceso de licuefacción se acelere y ellas mismas son capaces, por decisión propia derivada de su “deformación profesional”, de fomentar aun más la desarticulación de ese país. El deseo de fragmentarlo y neutralizar su armamento nuclear se ha convertido en una pulsión difícil de resistir para Washington, tomando en cuenta también que con el creciente desarrollo de vínculos militares entre Pekín e Islamabad la ecuación se torna todavía más antipática. Todo esto suma para tornar a Pakistán en un blanco probable: una aproximación con el enemigo –en términos objetivos- número uno para Estados Unidos, convierte a Pakistán en un obstáculo para el logro de la supremacía global a que aspira la Unión.
La incursión para eliminar a Bin Laden debe ser vista en este contexto: la ligereza con que se violó el espacio aéreo de un país “aliado”, la ignorancia en que se mantuvo al gobierno paquistaní respecto de la operación, las órdenes específicas de barrer con toda posible oposición, incluida la de tropas provenientes de la base del ejército de Pakistán que colindaba con el búnker de Osama, son expresivas de una voluntad de provocación.
Reacciones
La reacción paquistaní no ha tenido mucha prensa en occidente, pero existió y fue y es seria. La más evidente fue la visita que el primer ministro paquistaní efectuó a China, a poco más de dos semanas del consumado el ataque norteamericano. Yussuf el Gilani recibió la transferencia inmediata y sin cargo de 50 modernos cazas para su fuerza aérea y un respaldo diplomático contundente: el ministro de Relaciones Exteriores chino afirmó que es voluntad de su país “que la soberanía y la integridad del territorio paquistaní sean respetadas”. A esto se habría añadido, según el India Times, una advertencia transmitida a Washington oficiosamente, en la cual Pekín declararía que cualquier ataque contra Pakistán sería considerado como un ataque contra China.
Estos son datos pesadamente significativos, aunque los grandes medios de comunicación no les asignen espacio. Y no hay indicios claros en el sentido de que EE.UU. vaya a rectificar su proceder ni en Pakistán ni en el Asia central. Al contrario, todos los procedimientos en curso apuntan en el sentido de prepararse para una contingencia grave, que el Consejo Nacional de Inteligencia describió en un reporte elaborado junto a la CIA en noviembre de 2008: “Hacia el 2015 Pakistán puede haberse convertido en un “estado fallido”, descuartizado por la guerra civil, los derramamientos de sangre, las rivalidades interprovinciales, la puja por el control de los arsenales nucleares y una completa “talibanización”. Esta perspectiva fue reelaborada por el Pentágono en enero de 2009, diciendo que existe la posibilidad de una probable guerra civil y sectaria que estalle “rápida y súbitamente”, poniendo en juego el estatus del armamento nuclear, y que esa “tormenta perfecta” requeriría del compromiso de las tropas de Estados Unidos y de la coalición “en condiciones de inmensa complejidad y peligro”. (1)
De acentuarse los procedimientos por el estilo de la liquidación de Bin Laden y de la política de asesinatos puntuales, con aviones no tripulados (drones) o con comandos como los Navy Seals, de personajes vinculados a Al Qaeda, este tipo de profecía correría gran riesgo de autocumplirse, sobre todo si los daños colaterales que siempre suscitan este tipo de acciones se multiplican. Una división de Pakistán a lo largo de líneas de diferenciación tribal estaría a la vuelta de la esquina y así esa nación se vería privada del rol que su situación geopolítica le había dado hasta ahora: el de funcionar como garante del corredor energético entre Irán y China. Como un proceso de esta naturaleza abriría la puerta a una grave amenaza contra China, se hace evidente que esta –pese a que hasta ahora ha preferido gestionar su rivalidad con Estados Unidos en tono menor- se sienta obligada a dar un paso adelante.
Fantasmas del pasado
Este es el riesgo a que el mundo se está enfrentando y que debería remitirnos al recuerdo de los prolegómenos de la catástrofe de 1914. El mecanismo del desencadenamiento que llevó al estallido de agosto de ese año estaba latente en la política de alianzas y en la delicuescencia de varios imperios decadentes, que los empujaba (a dos de ellos, al menos) a apostar fuerte y a avanzar en sus desafíos pues creían encontrar en la fuga hacia delante una solución, así fuera provisoria, a sus problemas. Los imperios eran el austro-húngaro, el ruso y el turco. Este último había quedado casi desarticulado en las guerras balcánicas, que lo desalojaron de sus últimas posiciones en Europa (salvo Estambul). Su derrumbe había abierto un vacío de poder en los Balcanes. Varios estados pequeños deseaban ocupar ese lugar en detrimento de Austria-Hungría, que se sentía obligada a sostener el desafío pues de otra manera su tambaleante unidad plurinacional -ya muy tironeada por checos, rumanos, serbios y eslavos- volaría en pedazos. Rusia, por su parte, estaba interesada en recuperar el prestigio perdido en la guerra ruso-japonesa de una década antes y decidida a aprovechar el casi colapso del imperio turco y las dificultades del austro–húngaro, para abrirse paso a la Europa central y asomarse al Mar de Mármara y a los Dardanelos, consiguiendo así ese acceso al Mediterráneo que su política exterior perseguía desde hacía 200 años.
Como esos imperios en decadencia estaban vinculados a potencias aun mayores –Alemania, Gran Bretaña, Francia- por alianzas y reaseguros militares, cuando el 28 de junio de 1914 resonaron en Sarajevo los pistoletazos que terminaron con la vida del heredero del trono austro-húngaro y su esposa, todo estaba listo para que las cosas patinasen por el resbaladero de los hechos cumplidos. Austria-Hungría atacó a Serbia, Rusia atacó a Austria, Alemania como aliada a Austria atacó a Rusia, Francia cumplió su obligación para con esta última y declaró la guerra a Alemania y, cuando esta invadió Bélgica para tomar a los franceses de flanco, Gran Bretaña partió en guerra contra Alemania. Las líneas maestras de este desaguisado pueden repetirse ahora, en un contexto infinitamente más peligroso (pues hay armas nucleares de por medio y cuando una cosa así empieza, nadie sabe cómo ni dónde acaba) y con una apuesta estadounidense aun más enceguecida por la soberbia que la que investía al gobierno alemán en 1914, cuando se creyó cercado y partió en guerra para romper el círculo.
Porque, en efecto, si las cosas se extreman, Rusia no podrá dejar de lado a China, visto que Estados Unidos y la Unión Europea parecen resueltos a hacerle la vida imposible en Europa del Este y el Cáucaso. Demás está decir que semejante perspectiva debería asustar a cualquiera. No sabemos si este es el caso de los estrategas del Pentágono. Aun acaeciendo un conflicto localizado y librado en gran medida trámite la India, meterse con un país poblado por 180 millones de musulmanes no es un negocio fácil. No sabemos bien por qué, Barack Obama es Premio Nobel de la Paz. ¿Querrá serlo también el de la guerra?
Nota
1) Andrew Gavin Marshall, Imperial Eye on Pakistan, Global Research del 28 de mayo.
1 comentario:
Muy buen aporte, felicitaciones!
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