El triunfo de Ollanta Humala en Perú permite mantener viva la llama de la esperanza en una gradual integración latinoamericana.
La segunda vuelta de la elección peruana dio el triunfo a Ollanta Humala. Es una información muy positiva, a pesar del estrecho margen que señaló su victoria. Pero esta exigüidad numérica, sumada a la necesidad que tuvo de moderar su discurso para conciliarse a fuerzas que difícilmente vayan a apoyarlo en un intento de renovar de manera drástica las coordenadas de la realidad peruana, deben limitar los entusiasmos y poner paños fríos a los que siempre están listos para avizorar un mañana socialista no bien alguna cosa contradice las líneas de fuerza de la política imperialista en el mundo.
De todas maneras la victoria del candidato nacionalista es muy importante si se la mide de acuerdo al desarrollo histórico que viene verificándose en América latina desde fines del siglo pasado a esta parte. La oleada de afirmación popular que arrancó con el ascenso de Chávez al poder en Venezuela y las victorias de Lula en Brasil, los Kirchner en Argentina, el Frente Amplio en Uruguay, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador, se mantiene en el tiempo y alcanza ahora al Perú, justo en el momento en que Estados Unidos intenta coordinar un frente andino opuesto al Mercosur, basado en la ideología del libre mercado y significado por la estrecha colaboración con el Imperio.
Si algo indica la substancial unidad de los países de Latinoamérica, rota por la balcanización posterior a la Independencia, es la simultaneidad con que se han dado una serie de desarrollos sociales similares en las diversas fracciones en que se encuentra dividida. Las dictaduras militares que barrieron a las representaciones populares y practicaron “la doctrina del shock” para abrir paso a un reordenamiento social implacable, se dieron casi sin solución de continuidad en todo el continente durante la década de los ’70; las políticas de disciplinamiento económico forzadas por el FMI continuaron en todas partes incluso mucho después de que los regímenes militares hubiesen dado un paso al costado y, por fin, la reacción popular que puso coto al capitalismo salvaje arrancó con el “caracazo” en 1989 para empezar luego a cobrar formas políticas más o menos originales a finales del siglo.
Perú no fue una excepción a la regla. El curso que siguió estuvo signado por patrones que evocan lo sucedido en otras partes. En 1975 fue derrocado el gobierno nacionalista del general Velasco Alvarado, que había realizado la reforma agraria, sostenía posiciones de corte popular y se perfilaba como independiente en materia de política exterior. Fue derribado por otro militar, el general Morales Bermúdez, que procedió a desarticular los avances logrados durante el septenio anterior. En 1985 llegó Alan García, con un programa muy audaz, en cuyo centro estaba luchar por una moratoria de la deuda externa peruana, pero que cayó al no encontrar eco su posición en los otros países de la región y ser acosado por el FMI, los golpes de mercado y la guerrilla de Sendero Luminoso. Este, como otros movimientos ultraizquierdistas del subcontinente, se encerraba en su propia y desatinada soberbia armada, erigiéndose en un obstáculo para cualquier solución racional de los problemas del país, a la vez que fungía a modo de pretexto para convocar sobre el conjunto de la sociedad a las furias de la reacción.
La tendencia regresiva fue acaudillada por Alberto Fujimori, quien, mientras combatía a Sendero –de acuerdo a prácticas que violaban los derechos humanos –descargaba todo el peso de la fuerza del estado contra las formaciones populares legales que se enfrentaban al gobierno. Al igual que en Argentina o en Chile –o en Brasil, inclusive- el estado de conmoción subversiva sirvió de detonador para la metodología aplicada a destruir la capacidad de resistencia del movimiento popular. Los principios de “la doctrina del shock” estaban bien servidos.
A partir de ahí, más allá de los dimes y diretes sobre la corrupción y los incontables escándalos financieros, el modelo neoliberal se implantó con toda su fuerza en Perú. Ninguno de los mandatarios que ocuparon el sillón presidencial osó rebatirlo. Ni Alejandro Toledo ni el redivivo Alan García, quien volvió al gobierno predicando lo opuesto a lo que había sostenido en la época de su primer mandato. Los frutos de la política neoliberal a lo largo de estas décadas fueron saludados por la prensa monopólica como un “éxito”. Pero se trató de un éxito similar a los de Pinochet y Menem. Esto es, un incremento en la concentración de la riqueza y una reducción de su redistribución social, que deja sin resolver los problemas estructurales –pobreza, pérdida de la soberanía económica- que afligen al país.
El terror mediático desatado contra Humala (se recuerdan sus antecedentes golpistas contra Fujimori, se le achaca autoritarismo hacia adentro y servidumbre y seguimiento respecto de Hugo Chávez) no alcanzó esta vez para postergar su aspiración a la presidencia, como había sido en el caso en la elección contra Alan García. Ahora le tocará revertir el modelo neoliberal, tarea que no le va a ser fácil y en la que deberá desplegar, dado lo endeble de su posición mayoritaria, mucha habilidad y tino para orientar a las políticas públicas hacia un mayor grado de equidad social. Las primeras declaraciones de Humala han sido de una moderación notabilísima, pero no hay que suponer por esto que haya renunciado a sus convicciones de fondo. En la cancha se ven los pingos, y a medida que pase el tiempo se podrá comprobar hasta qué punto podrá apuntalar su proyecto original con medidas prácticas. Su anuncio en el sentido de cobrar un impuesto a las sobreganancias de las empresas mineras, su declaración de que va a renegociar los contratos que regulan la explotación y exportación del gas peruano y sus explícitas manifestaciones de interés hacia el Mercosur, van en el sentido que deberían tener las cosas. Aún mejor sería un impuesto a las inversiones especulativas que acumulan ganancias en la Bolsa. Pero tiempo al tiempo. Este último expediente todavía no ha sido adoptado por gobiernos que se encuentran en una situación mucho más sólida que la que tendrá Humala no bien desembarque en el palacio presidencial. Como el argentino, por ejemplo. Sería ideal que una medida de ese tipo pudiera articularse al mismo tiempo en todos los países que forman parte del bloque progresivo latinoamericano. Equivaldría a una nueva acta fundacional de la experiencia integradora de Iberoamérica que comenzó a esbozarse con el Mercosur.
La reacción está muy alerta respecto de estos temas. La derecha sistémica no tardó ni un minuto en moverle el piso al presidente electo. No bien se supo el resultado de los comicios, la Bolsa de Lima acusó un desplome del 12 %. El terrorismo económico, fogoneado por los medios masivos, será el primer desafío que deberá remontar Humala. Por suerte, a la tendencia regresiva es posible oponerle la tendencia ascendente que persiste en la mayor parte de Sudamérica. Esta última veía dibujarse una amenaza frente a sí con el eje México-Colombia-Perú-Chile que se desplegaba lo largo del arco andino. El triunfo de Humala inhabilita o al menos debilita esa amenaza de un polo neoliberal hemisférico respondiente a Estados Unidos. No es poco. Es mucho, en realidad. O al menos lo suficiente para saludar la persistencia de una corriente liberadora que no nace ni de un voluntarismo iluminado ni de una coyuntura aislada, como tantas veces sucediera en el pasado, sino que parece arraigar en una marejada de fondo, que viene de las profundidades de nuestra historia y que está encontrando en la crisis global que afecta al planeta la ocasión necesaria para manifestarse.
Fuente: http://www.enriquelacolla.com/sitio/notas.php?id=232
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