La geopolítica nacional del ejército roquista, para situarla en un ilustrativo período histórico, sigue bajo los sloganes de una de las más perdurable de las zonceras argentinas: “el mal que nos aqueja es la extensión”, zoncera que ahora en manos de progresistas se impone con el estigma demonizador y oscurantista de genocida a la campaña que permitió incorporar a la Patagonia definitivamente a la Argentina. CPM
LA DISPUTA POR LA PATAGONIA
Por Miguel A. Scenna
Arturo Jauretche (1901-1974) fue quien sistematizó en su libro Ejército y política la tensión fundamental de la política argentina, partiendo de la oposición entre los términos Patria Grande y Patria Chica. “La política del espacio, es decir, la preocupación de las fronteras, es la condición primaria de una Política Nacional”, escribió.
Así, también, en perspectiva histórica señalaba: “Mientras Brasil puso su acento en la extensión, al igual que los hombres de nuestra Patria Grande, la Patria Chica se llamó progresista y puso su acento en la profundidad haciendo predominar la idea del progreso acelerado sobre la extensión”.
Un buen ejemplo es el de Faustino Sarmiento (1811-1888), paladín de la “corrección política” a pesar de su gestualidad inconforme, quien aportó su formidable pluma al progresismo de Patria Chica, en el momento en que Ejército Nacional, fundado por Julio Roca (1843-1914), se aprestaba a emprender la más importante política de fronteras de la historia argentina.
Hoy no estamos tan lejos. El actual afianzamiento de la discursividad indigenista —siempre funcional a las narrativas sociales disgregadoras— promueve la execración de aquella campaña que, en un momento estratégicamente fundamental, incorporó la Patagonia a la soberanía nacional.
Como un aporte a esta discusión, vamos a publicar una serie de escritos dedicados a los motivos, circunstancias y contextos de aquel período crucial.
Argentina — Chile: una frontera caliente de Miguel Angel Scenna (1924-1981), tratando de ubicar la interpretación de la campaña roquista en un marco más amplio del que ofrecen los viejos y nuevos “progresistas”.
Desde principios de la década, Chile se armaba aceleradamente, hasta llegar a contar con los más modernos equipos bélicos de Sudamérica. Súmese a ello un ejército aguerrido, una situación económica más brillante que las de sus vecinos y una conducción nacionalista e imperial de su política externa (...).
Chile estaba decidido a la expansión territorial, y ya conocemos los dos campos que tenía en vista: la zona boliviana de Atacama y la Patagonia argentina.
La guerra era inevitable con uno u otro, y en 1879 pesó más la región norteña, donde los acontecimientos se precipitaron. Hacía años que Chile preparaba pacientemente el golpe, favorecido por la desidia con que el gobierno boliviano mantenía en el abandono esa región desértica, pero de apreciable riqueza minera, al sur de la cual corría el difuso e impreciso límite internacional. El descubrimiento de guano, salitre y nitrato de soda, en la zona, atrajo de inmediato el interés chileno, iniciándose una doble vía de infiltración: por un lado una creciente emigración de obreros y braceros chilenos hacia el desierto de Atacama; por el otro, la inversión de cuantiosos capitales de la misma nacionalidad para la explotación de las riquezas.
Bolivia, hundida en el pantano de una interminable anarquía, protestó en varias oportunidades por los avances chilenos, pero la situación política interna le impidió encarar las cosas de manera eficiente, y la penetración continuó sin inconvenientes. Cuando se quisieron acordar, en Atacama había más chilenos que bolivianos.
A su vez, como las condiciones mineras favorables se extendían hasta territorio peruano, hacia allí comenzó a dirigirse la mirada chilena. Este enfoque invocó un acercamiento entre Lima y La Paz, y el gobierno boliviano sugirió al presidente Faustino Sarmiento la posibilidad de una alianza argentino-boliviana, verdadero huevo de Colón para neutralizar la amenaza chilena, y cuyo premio para Argentina, además de espantar los fantasmas del sur, sería la restitución de Tarija. Parece mentira, pero las negociaciones no prosperaron. Da la impresión de que en Buenos Aires no se había comprendido cabalmente que nuestros aliados naturales eran aquellas repúblicas norteñas.
En 1873 Bolivia y Perú firmaron un tratado que mantuvieron en secreto, con fines a la común defensa. La situación de Atacama, con una mayoría chilena no integrada, dueña del capital y del trabajo, debía desembocar en la guerra. Un impuesto decretado por el gobierno de La Paz y la posterior confiscación de una compañía chilena que se negó a pagarlo, conformaron el casus belli.
El 8 de febrero de 1879 Chile elevó un ultimátum a La Paz, y sin esperar la respuesta, sus fuerzas armadas invadieron Bolivia y tomaron el día 12 la ciudad de Antofagasta. Rápidamente completaron la ocupación de Atacama, sin previa declaración de guerra.
Téngase en cuenta que en aquellos tiempos se respetaba la formalidad de la previa declaración antes de iniciar operaciones. El hecho de empezar y terminar las guerras sin molestarse en declararlas es cosa de nuestros días. A principios de este siglo, Japón fue violentamente criticado por atacar a Rusia sin previo aviso (lo mismo haría en la década del treinta con China y en 1941 con Estados Unidos), pero ya Chile había empleado el procedimiento en 1879, logrando con ese golpe fulminante ganar la región en litigio y colocarse de entrada en situación ventajosa.
Alegando el tratado secreto entre Bolivia y Perú, también embistió a esta república. El 2 de abril el Congreso chileno autorizaba a declarar la guerra a ambos países. Las operaciones ya llevaban dos meses de desarrollo.
La oportunidad perdida
La iniciación de la Guerra del Pacífico aconsejó al gobierno del presidente Aníbal Pinto paliar el conflicto con Argentina, para ganar su neutralidad. La república trasandina se las podía ver victoriosamente con Perú y Bolivia juntas, ya que ninguna de ellas podía contender entonces con Chile, ni política, ni social, ni económica, ni militarmente. Pero si se sumaba Argentina las cosas podrían ser no tan seguras. Claro que apenas tenía flota, pero el ejército, numeroso y aguerrido, estaba recibiendo armas modernas. Además, la lógica enseña que no deben emprenderse guerras en dos frentes.
(…) Lo cierto es que la Casa Rosada ya había resuelto desentenderse del asunto, en medio de una situación política interna cada vez más grave, que amenazaba convertir en guerra civil la sucesión presidencial de Nicolás Avellaneda. Ello a pesar de la fuerte presión interna y externa que pesaba sobre la Casa Rosada. Bolivia y Perú descontaban la intervención argentina y nada olvidaron para producirla, desde la devolución de Tarija hasta la entrega de una buena parte del Chaco y una salida al Pacífico para nuestro país.
En lo interno, era abrumadora la simpatía popular hacia los países norteños y desde muchos núcleos influyentes se reclamaba la entrada en guerra para ayudarlos. El espíritu belicoso llegó a tal extremo que pudo haber arrastrado a otro gobierno, pero se estrelló contra la firme decisión de Avellaneda de mantener la neutralidad, si bien ésta jamás fue expresamente declarada.
No les faltaba razón a los críticos. La Argentina no podía desentenderse de los acontecimientos que ocurrían en el Pacífico, facilitando con su quietud la ruptura del equilibrio internacional en favor de Chile, nuestro eventual enemigo, y para quien éramos la siguiente víctima. La única explicación coherente de esta actitud es que la Casa Rosada pensaba aprovechar el conflicto para presionar sobre Chile y lograr una solución favorable en el sur. Veremos que tampoco había nada de eso. Los problemas internos, una vez más, habían obnubilado irremediablemente a nuestros dirigentes. (…)
El camino de los chilenos
Era inútil seguir manteniendo pujas diplomáticas si no se ocupaba real y efectivamente el inmenso territorio vacío del sur. Desde que, más de cuarenta años atrás, Juan Manuel de Rosas ocupara la línea del río Negro mandando una avanzada hasta Valcheta, la frontera interna con el indio había retrocedido de manera alarmante, hasta llegar al centro actual de la provincia de Buenos Aires. Teóricamente, aquel desierto estaba bajo jurisdicción argentina, pero en la realidad los únicos dueños eran las tribus indígenas que lo recorrían y que cada tanto se arrojaban en malones sobre las poblaciones. Algunos caciques —entre ellos Calfucurá, que había nacido del lado chileno de la cordillera— se decían argentinos, pero más valía no confiar demasiado en este tipo de soberanía por delegación, que podía cambiar de beneficiario en el momento menos pensado. Sobre todo cuando muchos chilenos —algunos muy influyentes— se dedicaban a mimar a los salvajes para atraerlos hacia su nacionalidad y ponerlos al servicio de ella.
Hubo una verdadera organización chilena que lucró largamente con la hacienda robada en campos bonaerenses. Los malones arrasaban las estancias pampeanas y se llevaban el ganado tierra adentro. La senda que seguían hacia el oeste era conocida de mucho tiempo atrás como Camino de los Chilenos. Pasaba cerca de Olavarría y luego desviaba hacia el río Colorado, lo atravesaba, bordeaba el río Negro y siempre hacia la cordillera, llegaban a la actual provincia de Neuquén, atravesaban los pasos y entraban en Chile, donde los animales eran vendidos a los hacendados trasandinos. Naturalmente, éstos sabían que, estaban mercando con ganado robado, pero los pingües negocios que redondeaban no les permitían detenerse en escrúpulos. La organización se perfeccionó con los años y de ese modo la hacienda argentina, al llegar a los ricos pastos de los valles neuquinos, era sometida a un proceso de engorde, previo a la venta en Chile. Tan importante llegó a ser este tráfico ilegal, que según afirma Gregorio Álvarez, "su comercio alcanzaba tal volumen que regulaba el precio de la hacienda en todo el continente". ¡Nada menos!
Ante tamaña succión de la riqueza argentina, que incidía de manera letal sobre una economía sacudida ya por una severa crisis, siendo canciller Bernardo de Irigoyen solicitó a La Moneda que vigilara la salida de hacienda en su territorio. La respuesta que recibió fue altamente pintoresca, pues se rechazó el pedido alegando que la Constitución trasandina garantizaba la plena libertad de empresa…, con lo cual el robo y el contrabando aparecían inesperadamente bendecidos por el máximo instrumento legal chileno. Al responder negando validez a esa tesis, pareciera que por una vez don Bernardo perdió la calma, pues alegó con razón que los ladrones y sus cómplices no pueden estar protegidos por la legislación de un país civilizado, siendo absurdo que los propietarios argentinos damnificados tuvieran que trasladarse a Chile para tramitar caso por caso ante sus tribunales, con el improbable fin de recuperar sus bienes.
Pero a Chile le convenía que las cosas siguieran así indefinidamente, pues en tanto la penetración continuaba a paso firme. Los hacendados chilenos fueron obteniendo de las tribus indígenas el dominio en arriendo de una cantidad de valles y praderas neuquinas, y cuando pareció razonablemente ocupada la zona, el gobierno chileno nombró silenciosamente un subdelegado en la misma. Claro que sabían que la región quedaba dentro de los límites argentinos, pero era un hecho consumado, un ejercicio efectivo de soberanía, que el día de mañana pudiera permitirle ganar Neuquén entero, donde no aparecía ningún argentino a la vista. Además, el subdelegado tenía otras misiones: ganar a las tribus, influir sobre ellas, volcarlas hacia Chile y volverlas contra Argentina, y para ello presidía una permanente infiltración de indios chilenos hacia las pampas argentinas. Podían ser útiles de varias maneras: extender a Chile hasta el Atlántico, perturbar la ocupación argentina de la llanura central, mantener un régimen perenne de inseguridad en la frontera interna bonaerense.
Uno de los que señaló el peligro fue el joven general Julio Argentino Roca, interesado en recuperar esas extensiones para el patrimonio nacional, antes de que fueran pasto de la ambición extranjera. Así, escribió:
"Casi todos los caciques de esas tribus acuden al llamado de las autoridades chilenas y el principal de todos ellos, Feliciano Purrán, que tiene su residencia en Campanario, doce leguas al sur del Neuquén, que se titula gobernador y General..., recibe sueldos del gobierno chileno para hacer sus intereses y las vidas de sus ciudades... Hay otros caciques que se hacen capataces de hacendados chilenos y reciben en guarda miles de ganados..."
Tal era la situación al promediar la presidencia de Avellaneda, cuando Bernardo de Irigoyen exclamaba: "¿Cómo ha podido gobernarse tantos años así?".
El dilema era de hierro: o de una buena vez se hacía ocupación efectiva de las inmensas soledades que constituían la mitad olvidada de Argentina, o se aceptaba el riesgo de desintegración del territorio nacional. No en vano en 1876 —el mismo año en que Francisco P. Moreno llegó al lago Nahuel Huapí y desplegó ante sus aguas la bandera argentina—, fuentes oficiales chilenas aseguraban estar en "posesión tranquila" de la Patagonia ¡¡hasta el río Negro!!
Había que obrar y rápido, antes de que el tiempo útil se esfumara.
Con el fantasma de la guerra planeando permanentemente, ante un rival belicoso y muy bien pertrechado, se imponía la necesidad de armar adecuadamente al ejército y la marina nacional y proceder a la ocupación efectiva de la Patagonia, que abandonada a su suerte podía ser presa de cualquier intriga. Recuérdese que en 1860 un pintoresco francés de apellido Tounens se "coronó" a sí mismo rey de Araucania y Patagonia, con el sonoro nombre de Orllie-Antoine I. Parece un chiste, pero todavía quedan pretendientes a esa alucinante monarquía.
Ya el 23 de agosto de 1867, en las postrimerías del gobierno de Bartolomé Mitre, el Congreso había sancionado una ley disponiendo el avance y ocupación hasta el río Negro. Al año siguiente el presidente Faustino Sarmiento ordenó, como paso previo, ocupar la isla de Choele Choel. Era pertinente la medida, pues por allí pasaba el Camino de los Chilenos, por donde fluía hacia más allá de los Andes la riqueza argentina. Pero justamente por ello las tribus se alarmaron y el omnipotente Calfucurá amenazó con desatar una guerra implacable.
El teniente coronel de marina Ceferino Ramírez, al mando de la nave Río Negro, se internó en 1872 por esa vía y llegó a Choele Choel, pero las cosas no pasaron de allí. Sarmiento titubeó ante la amenazadora posición de las tribus y al cabo todo quedó en nada.
La inhábil política del canciller Mariano Varela se las arregla para que, tan pronto como acabó la guerra del Paraguay, nos viéramos a punto de entrar en otra con Brasil. La amenaza fue tan grande, que urgentemente hubo que pensar en rearmar el país, provisto de anticuadas armas de fuego y con tres o cuatro barquitos de río que recibían el nombre de Escuadra Nacional. De manera que Sarmiento firmó la ley que, en mayo de 1872, dispuso la compra de tres acorazados modernos y una importante cantidad de armas portátiles automáticas.
Pero las nubes apretadas del lado de Brasil se disiparon. Todo se arregló y reinó la paz. Entonces comenzó a ensombrecerse el horizonte chileno. Los acorazados pedidos tardarían en llegar y la situación se agravaba con un encono creciente. Nicolás Avellaneda, con su ministro de Guerra y Marina, Adolfo Alsina, estuvo de acuerdo en la necesidad de ocupar el enorme desierto sureño y armar el país para cualquier eventualidad.
Y como es común en estos casos, se dejaron oír quejosas voces de protesta por las sumas destinadas a fines militares. Los disconformes señalaban que el país atravesaba una severa crisis económica, que estábamos endeudados hasta las cejas, que infinidad de necesidades yacían en la orfandad, etc., etc. Todo ello era cierto, pero tanto como que las costas de la República Argentina se extienden miles de kilómetros sobre el Atlántico, totalmente abiertas e indefensas, y que es ilusorio pretender conservarlas sin una marina de guerra eficiente y suficiente. Lo mismo que las dilatadas fronteras terrestres, exigían la correspondiente custodia de un ejército equipado y adiestrado.
Entre las voces disonantes que se alzaron para condenar la creación de una poderosa marina de guerra, se contó impensadamente con la del propio Sarmiento, fundador de la Escuela Naval. Comentando una memoria elevada al Congreso proponiendo la ocupación del sur patagónico y la comunicación adecuada de los puertos de aquella costa, el ex presidente dijo en El Nacional del 7 de junio de 1879:
"Al sur, desde el Río de la Plata a Magallanes, no tiene la Argentina territorios que por su opulencia y variedad de su vegetación, por la, profundidad y utilidad de los ríos que desembocan al océano, prometan servir de asiento a grandes y florecientes ciudades... Nosotros necesitamos, por el contrario, reconcentrar nuestras fuerzas dentro del Río de la Plata, a lo largo de sus afluentes... Tengamos enhorabuena marina de agua dulce... No debemos, no hemos de ser nación marítima. Las costas del sur no valdrán nunca la pena de crear para ellas una marina… Colonicemos río arriba; colonicemos alrededor de nuestras propias ciudades y no imaginemos El dorados... porque el país no vale la pena correr los azares de una población lejana. En el sur podemos tener Chubuts y Mercedes y Carmen de Patagones, rudimentos de extranjeros rebeldes y de miserables aldeas. Bahía Blanca será algún día algo; aunque nadie le ha impedido serlo en tres siglos (¿!) de vida; pero no querramos ponerla en conservatorio, creando marina para ir a recoger huevos y plumas de avestruz".
Así escribía "El Profeta" poco después de dejar la primera magistratura de la República Argentina. Da pena transcribir páginas como ésa, pero es un inmejorable exponente del concepto de Patria Chica: nada debía defenderse, todo debía abandonarse, reduciendo la Argentina al radio de Buenos Aires y su hinterland. Hermoso ejemplo de mentalidad sin fronteras, volcada hacía adentro, introvertida, inmediata, cegada a todo lo que no fuera la pampa húmeda y su zona de influencia. El resto no merece cuidados. No por casualidad perdimos tantos territorios.
Afortunadamente, muchos argentinos menos prominentes en el recuerdo de la posteridad y hoy sin bustos a cada paso, pensaron de otro modo. Como dice Tamagno (1):
"La Divina Providencia ha querido poner en ridículo a este hombre de genio; no eran huevos y plumas los que iríamos a buscar a la Patagonia: era petróleo, hierro y carbón. Justamente lo que puede darnos el desarrollo industrial para llegar a tener marina, y esa posibilidad estaba en la Patagonia que él desaprensivamente repudió tantas veces. Es que, ab initio, el genio estaba equivocado; no era entregando nuestra economía, sino defendiéndola, que podíamos llegar a ser algo. Todavía estamos en el pantano de agua dulce en que nos sumergió”.
Irónicamente, y demostrando que —por suerte— la realidad resultó más grande que sus profecías, durante medio siglo la nave escuela en que se graduó medio centenar de promociones de marinos argentinos, paseó el nombre de Sarmiento por todos los mares del mundo.
La segunda conquista del desierto
El momento era propicio para completar la ocupación efectiva del sur. Desde que asumió el Ministerio de Guerra y Marina, Adolfo Alsina comenzó a poner en marcha un plan: un avance progresivo de la frontera, adelantando una línea de fuertes y excavando un ancho zanjón. Una vez colonizada la retaguardia y convenientemente poblada, se adelantaría otro tanto, y así sucesivamente, de modo que a la postre era un plan defensivo y a largo plazo, que tardaría muchos años en concretarse. El comandante en jefe de la frontera interior, general Julio Argentino Roca, se opuso a mecanismo tan lento (…).
(…) La polémica halló inesperada solución cuando en los últimos días de 1877 falleció Alsina, pasando Roca al ministerio. En adelante quedó definida la tónica a seguir. En agosto de 1878, planeando gravemente la amenaza de guerra con Chile, el gobierno propuso al Congreso la ocupación del desierto hasta el río Negro. El 4 de octubre fue sancionada la ley, y el 5 promulgada por el presidente Avellaneda. Las razones de la urgencia fueron expresadas por Roca:
"No hay argentino que no comprenda en estos momentos, en que somos agredidos por las pretensiones chilenas, que debemos tomar posesión real y efectiva de la Patagonia, empezando por llevar la población a Río Negro”.
A mediados de abril de 1879, Julio A. Roca se puso al frente del ejército e inició la gran batida que, de varios puntos y siguiendo a grandes líneas el camino trazado por Rosas, avanzó sobre las desoladas regiones. El 24 de mayo establecía su cuartel general a orillas del río Negro, cuyas márgenes ocupó, desprendiendo desde allí una serie de expediciones para arrojar a los indígenas hacia la cordillera de donde llegaran. El plan se había cumplido con perfecta precisión en apenas cuarenta días.
Se ha señalado que esta segunda conquista del desierto fue sin lucha, tan sólo un paseo militar con demasiada bambolla. Cierto que se vino a descubrir que había menos indios de lo pensado. Los modernos Rémington automáticos, con tiro de precisión y gran alcance, y los grandes encuentros de años anteriores, sobre todo la batalla de San Carlos, habían dejado casi sin indios de pelea a las tribus, que fueron arrasadas sin trabajo.
Pero el despliegue bélico y la publicitación tenían dos destinatarios precisos. La conquista debía repercutir sonoramente tanto en Buenos Aires como en Santiago. Y Roca logró las dos cosas. Tan pronto como cumplió su promesa, Roca delegó el mando en el coronel Conrado Villegas y volvió a toda prisa a la Capital para digitar otra conquista, que acabaría en un enfrentamiento mayor y más sangriento con el gobernador Carlos Tejedor y cuyo premio era la presidencia de la República.
Chile, embarcado en la guerra del Pacífico, contempló con aprensión el avance del ejército argentino. Más allá de la bambolla, los chilenos apreciaron la capacidad operativa, la velocidad de maniobra, la precisión matemática de las acciones de las cinco divisiones empleadas, la resistencia de los soldados y la evidente calidad de los equipos y armamentos. Poco después, la breve guerra civil que a mediados de 1880 tuvo por escenario Buenos Aires, enconadamente peleada por ambos bandos, completó el panorama con la imagen de un pueblo aguerrido y bien plantado para la lucha. Y sacaron conclusiones.
El Tratado de 1881
Roca asumió la presidencia de la República el 1ro. de octubre de 1880, con el problema planteado con Chile sin visos de arreglo. Su primer cuidado fue llevar a la cancillería, con toda intención, a un veterano de esos negocios: don Bernardo de Irigoyen. Sabía que pocos conocían el largo debate como él, y que si había alguien capaz de sacar las cosas adelante sin guerra y con honor, era precisamente don Bernardo.
No había plenipotenciario chileno en Buenos Aires, ni argentino en Santiago. Las relaciones estaban en el aire y podían agrietarse en cualquier momento. Fue entonces que dos norteamericanos decidieron mediar. Es curioso, pero entre los millones de americanos del Norte, estos dos tenían el mismo apellido, sin ser parientes. No sólo eso. Para completar la broma del destino, también compartían un mismo nombre: Thomas Osborn. Afortunadamente, las respectivas madres tuvieron la buena idea de agregarles un segundo nombre, que esta vez, casualmente, fue distinto. Thomas Obden Osborn era plenipotenciario de los Estados Unidos en Buenos Aires, y Thomas Andrew Osborn cubría el mismo cargo en Chile.
Abrió luego el de Santiago, a fines de 1880, escribiendo a su colega de este lado que había sondeado las disposiciones de La Moneda, encontrando buena disposición para llegar a un arreglo pacífico con Argentina, en base a un arbitraje que tomara por punto de partida el artículo 38 del Tratado de 1855. Chile no deseaba la guerra —estaba metido en otra— pero por razones de prestigio se negaba a tomar la iniciativa en la reanudación de las negociaciones. Como suponía que otro tanto pasaba con la Casa Rosada, pedía al plenipotenciario en Buenos Aires su colaboración. De inmediato Thomas O. Osborn pidió audiencia a Bernardo de Irigoyen, que lo recibió esa misma noche en su casa particular. El canciller escuchó atentamente, mostró cauto interés y manifestó que debía consultar con el presidente. El 2 de enero de 1881 dio su primera respuesta, aceptando la mediación siempre que la Patagonia quedara fuera del arbitraje, cosa que fue inmediatamente comunicada por Osborn a su colega en Santiago.
En ese momento, las posiciones mínimas de ambos gobiernos parecían haber cristalizado en precisas pretensiones. Chile reivindicaba toda la cordillera patagónica, es decir ambas faldas hasta la llanura, todo el Estrecho de Magallanes, e íntegras Tierra del Fuego y las islas australes, mientras Argentina no aceptaba otra línea que no fuera la de las altas cumbres cordilleranas, la boca oriental del Estrecho, parte de Tierra del Fuego y de las islas australes. En sus conversaciones con Osborn, Irigoyen lo interiorizó de la disputa y los términos de las pretensiones chilenas. Courtney Letts de Spills ha publicado (2) algunas cartas intercambiadas por los plenipotenciarios norteamericanos en ese período y entre ellas transcribe una de Thomas O. a Thomas A., en que dice:
"... me inclino a pensar que este gobierno declinará aceptar… porque Chile pone ahora una interpretación del artículo 89 que es completamente extraña a su contenido, el que fue mal entendido... por el gobierno chileno. El arbitraje..., en mi opinión, será declinado a menos que la cuestión sometida se confine a la simple cuestión de límites entre los dos países y no envuelva la cuestión de la Patagonia, sobre todo la base de que una cuestión de límites es muy diferente de la propiedad de los territorios inmediatos. La primera trata meramente del lugar donde la línea limítrofe pasa entre dos países..., pero la última, tomando el caso en cuestión, trata de un inmenso territorio que ocupa nada menos que nueve grados de latitud. Se considera que semejante cuestión no puede ser llamada... de límites, sino de dominio".
En verdad, tras la voz del plenipotenciario se alzaba claramente la tesis de Irigoyen. Ambos diplomáticos mantuvieron una densa comunicación, de la que tenían al tanto a las cancillerías, que a su vez facilitaron en todo lo posible dicha comunicación. Al cabo, llegaron a la convicción de que el mejor arreglo de la espinosa cuestión debía basarse en el protocolo Irigoyen-Barros Arana de 1876, en su momento rechazado por Chile, y en la necesidad previa de reconocer a la Patagonia como parte integrante de Argentina.
A principios de junio de 1881 se llegó a un acuerdo entre las partes, hecho oficialmente anunciado el día 3 en Santiago y el 6 en Buenos Aires. Por fin, el 23 de junio se firmó en la capital argentina el fundamental documento, por el cual Chile renunciaba a sus pretensiones a la Patagonia y Argentina resignaba sus derechos al Estrecho y a la mitad de Tierra del Fuego. Por nuestro gobierno lo suscribió Bernardo de Irigoyen y por Chile el cónsul Francisco de Borja Echeverría, telegráficamente ascendido a plenipotenciario para el caso, y en Santiago lo hicieron el canciller José Manuel Balmaceda y el cónsul Agustín Arroyo, investido de plenipotencias desde Buenos Aires por el mismo procedimiento.
Durante las negociaciones, (Bernardo de) Irigoyen se mantuvo inconmovible en su tesis de la frontera por las altas cumbres, conservando intacta la Patagonia, y para ello contó con el asesoramiento directo de Francisco P. Moreno, el hombre que mejor conocía aquellas regiones, que le preparó mapas, croquis y descripciones.
Generalmente se considera como un triunfo diplomático de don Bernardo el artículo primero del Tratado de 1881. Pero fue un triunfo costoso, pues se renunció a la mitad oriental del Estrecho a cambio de su neutralización. Argentina sólo conservó estrictamente la boca atlántica del paso, en una extensión de diez kilómetros.
También se perdió la mayor parte de Tierra del Fuego y —lo más grave— se accedió a fijar el límite en el canal de Beagle, entregando la isla Navarino. De ese modo se tuvo una frontera abierta, contra natura, y bastante ilógica en el extremo sur, aparte de que la redacción del artículo 1° resultó tan difusa y ambivalente, que sus términos no tardarían en ser cuestionados por la otra parte, configurando a la postre una verdadera victoria chilena.
Bien afirma Alfredo Rizzo Romano: "El límite en del archipiélago fueguino fue fijado en forma injusta y arbitraria, para nuestro país, que desde la época colonial y primeros años de vida independiente ejerció jurisdicción sobre estas islas, dependencias de las Malvinas. En el peor de los casos, considero que la división artificial debió continuar hasta la extremidad sur continental, sin detenerse en las aguas del Beagle".
Muchos sectores recibieron muy mal el Tratado, en ambos lados de los Andes. En Chile renegaban por la "pérdida" de la Patagonia; en la Argentina se acusaba al canciller por el abandono del Estrecho y su despreocupación por retener un importante sector sureño. De allí que fueran de esperar problemas con las ratificaciones, para las que el Tratado fijaba un plazo de sesenta días.
Entró a discutirse en la Cámara de Diputados argentina, pero pasaron más de la mitad de los sesenta días previstos sin que La Moneda lo enviara al Congreso chileno. La situación fue provocando un encono creciente del lado argentino, aumentando la resistencia de los diputados y creando la sospecha de mala fe en la actitud trasandina. Llegó a espesarse tanto el ambiente que, en caso de ser rechazado por Chile, hubiera significado muy posiblemente la guerra.
Tan grave era la situación, que Irigoyen solicitó a Thomas O. Osborn que, en colaboración con su colega de Santiago, retomaran la mediación. Chile solicitó una prórroga indefinida de la ratificación, que fue rechazada por la Casa Rosada. Pidió entonces sesenta días más, que también fueron denegados. Al cabo se acordó un lapso extra de treinta días.
La Casa Rosada ya había resuelto detener la sanción definitiva del Tratado si no entraba de una vez en el Congreso chileno. Entonces Osborn convenció a Irigoyen de que el gobierno argentino debía seguir el trámite legal y ratificar el Tratado, con prescindencia de lo que hicieran en Santiago. Si allí se negaban a ratificarlo y estallaba la guerra, quedaría demostrada ante el mundo la mala fe chilena y la buena disposición argentina.
Seguro de que el conflicto estallaría de no superarse el estancamiento, Osborn presionó cuanto pudo. Respecto de Irigoyen, trabajo le costó pasar el acuerdo en el Congreso. Tuvo que hablar tres días seguidos, el último de agosto y los dos primeros de setiembre, y tal vez su carta de triunfo, lo que permitió la aprobación, fue el dato que, documentado por Francisco P. Moreno, comunicó a los legisladores: en el sur las altas cumbres cordilleranas se vuelcan hacia el Pacífico, rozando sus costas, de manera que una serie de profundas entrantes marítimas, entre ellas el Seno de Ultima Esperanza, quedarían en tierra argentina, ganando nuestro país una salida hacia aquel océano. Finalmente, el Tratado fue aprobado y promulgado el 11 de octubre de 1881.
En Chile también se aceleró el trámite, pese a la dura oposición, y fue aprobado. Faltaba canjear las ratificaciones, acontecimiento que se fijó para el 22 de octubre. Pero nevó tanto que quedó cerrada la cordillera, imposibilitando llevar los documentos. Había tanto apuro por terminar de una vez con tan peligroso asunto, que a las diez de la noche de ese día el canje de ratificaciones tuvo lugar por vía telegráfica.
Momentáneamente, las cosas parecían solucionadas. Hubo abundancia de plácemes. Roca felicitó a Irigoyen. En Buenos Aires felicitaron a Thomas O. Osborn y en Santiago a su colega en esa capital. Todos se felicitaron. De buena fe creían que se había acabado el problema.
Se completa la conquista del desierto
Simultáneamente con la conquista del desierto se creó la gobernación de Patagonia, dependiente del gobierno federal, con capital en Mercedes de Patagones, siendo designado para el cargo Alvaro Barros, que la rigió entre 1878 y 1882. En 1879 la capital cambió de nombre, tomando el de su fundador, y desde entonces se llama Viedma. Al subir Roca al poder tenía decidido alcanzar dos objetivos precisos: continuar la ocupación del sur y reorganizar a las fuerzas armadas, buscando equipararlas con las chilenas, en prevención de un posible conflicto. Las dos cosas las llevó a cabo enérgicamente.
En marzo de 1881, al comenzar la mediación de los ministros Osborn, el general Conrado Villegas comenzó la ocupación del actual territorio neuquino. El 10 de abril la ocupación estaba completada. Ese día, en Nahuel Huapi, las tropas argentinas formadas en orden de batalla, teniendo a sus picas las aguas del Limay y dando cara a la cordillera, llevaron la bandera al tope, en tanto la saludaban veintiún cañonazos que repercutieron en las rocas del soberbio paisaje.
En 1880 también comenzó otro tipo de conquista, no menos dura que la militar, con la llegada de los salesianos a la Patagonia, labor que culminaría en la personalidad del nieto del temido Calfucurá, Ceferino Namuncurá, "el santito de las tolderías", al decir de Manuel Gálvez.
En 1882, la veterana "Cabo de Hornos" del inolvidable Piedrabuena, nuestro primer buque escuela, colaboró con la expedición científica italiana dirigida por Santiago Bove. El segundo gobernador de la Patagonia, Lorenzo Vinter, continuó la exploración y ocupación efectiva del vasto sur, completándola hasta Puerto Deseado en 1884, año en que Ramón Lista efectuó una larga exploración por el centro y poniente patagónicos, y poco después de que el teniente de navío Eduardo O'Connor, navegando por el río Negro y el Limay, llegara a las aguas del Nahuel Huapí.
Desde 1877, y casi anualmente, un mendocino, el capitán de fragata Carlos María Moyano, recorría pacientemente los ríos santacruceños en busca de sus fuentes. Descubrió el lago Buenos Aires, fue subdelegado primero y subprefecto después en Santa Cruz, y cuando esta zona se segregó formando un territorio nacional, fue a muy justo título su primer gobernador. Precisamente el 16 de octubre de 1844, la ley Nacional N° 1532 creó dichos territorios, dividiendo a la gigantesca gobernación de Patagonia en los nuevos distritos que se llamaron La Pampa, Río Negro, Neuquén, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego.
También en 1884 comenzó la ocupación efectiva de esta isla, con la expedición del comodoro Augusto Laserre, y en 1885 se fundó la ciudad de Ushuaia, la más austral del mundo, junto a la misión protestante de Thomas Bridges.
Dos años después, justificando la visión de quienes empecinadamente defendieron la soberanía argentina en la Patagonia, el marino Agustín del Castillo descubrió los yacimientos carboníferos de Río Turbio. Del Castillo siguió hacia el oeste, y pocos kilómetros más allá se encontró ante las aguas del Pacífico en lo que hoy es Puerto Natales. Ante las rompientes del mar enarboló la bandera nacional. Estaba a oriente de las más alta cumbres andinas y, de acuerdo con el texto del Tratado de 1881, en territorio argentino.
Y detrás de los exploradores y los misioneros fueron los colonos, grupos de alemanes, de italianos, e incluso de chilenos, a los que no se negó el derecho a poseer tierra patagónica, grupos que se sumaron a los ya veteranos galeses de Chubut.
Pero también Roca aseguró la defensa del inmenso territorio incorporado. La guerra del Pacífico se desarrolló rápidamente en sus primeras etapas. Las tropas bolivianas y peruanas fueron severamente derrotadas. Los chilenos entraron en Lima, iniciando una larga ocupación. En marzo de 1881, y a raíz del despliegue del ejército argentino en la campaña del desierto, el grueso de las fuerzas trasandinas, al mando del general Manuel Baquedano, regresaron a Chile listas para entrar en acción.
Claro que la guerra con Perú y Bolivia no había terminado, prolongándose indefinidamente y presentando, para el caso de guerra con Argentina, una peligrosa retaguardia. Lima permaneció tres años ocupada por los chilenos, bajo el mando del vicealmirante Patricio Lynch, que no en vano fue llamado "el último virrey del Perú". Pero los chilenos, como ocurre en estos casos, sólo dominaban el terreno que pisaban. En torno suyo se alzaban, inasibles y mordientes, las guerrillas serranas que levantaba un pueblo que se negaba a doblegarse.
La insostenible situación recién halló principio de solución en octubre de 1883 con el Tratado de Ancón, por el cual Perú cedió definitivamente a Chile la provincia de Tarapacá, accediendo a que siguiera ocupando diez años más Tacna y Arica, acuerdo que fue complementado en abril de 1884 con el Tratado de Tregua con Bolivia, por el cual esta República perdió Antofagasta y su salida al mar. Sin embargo, esto no significó la paz, que habría de tardar veinte años en llegar, concretándose recién en 1904 (…) Esta situación del Pacífico habría de gravitar persistentemente, en los decenios futuros, sobre las relaciones de Argentina con el gobierno de La Moneda.
Volvamos a Roca en el año 1881. En esa fecha, el ministro plenipotenciario Thomas O. Osborn calculaba las fuerzas argentinas: contaban con cuatro acorazados, esperándose en breve el ultramoderno "Almirante Brown", de 4.200 toneladas, sólidamente blindado, uno de los buques más poderosos de su tiempo. A su vez, el ejército poseía más de cien mil Rémington y una capacidad de movilización de otros tantos hombres.
No eran superfluas las precauciones. En 1881, Villegas halló a los indios pertrechados con armas de fuego de precisión, indudablemente provistas desde Chile. En 1883, en plena vigencia del Tratado limítrofe, la vanguardia argentina que ocupaba la cordillera neuquina fue asaltada por gran número de indígenas perfectamente armados y equipados. Fueron cumplidamente derrotados, pero quedó la duda de si estaban pertrechados y adiestrados por el ejército chileno, ya que las tácticas empleadas y los medios de batallar no eran precisamente aborígenes. Incluso se sospechó la presencia de oficiales chilenos. Y para completar, una compañía exploradora argentina se encontró a boca de jarro con otra chilena, entablándose un duro combate que dejó un importante saldo de muertos y heridos.
Hubo muchas explicaciones posteriores, muchas idas y venidas, y al cabo se aceptó que los chilenos "no sabían" que estaban en territorio argentino. Por las dudas, entonces, y como auxiliar de los conocimientos geográficos ajenos, más valía tener un ejército y una marina a punto.
(…) Hubo que esperar siete años para que la fijación de límites sobre el terreno, prevista en el Tratado de 1881, comenzara funcionar (…)
Notas:
(1) Roberto Tamagno, Sarmiento, los liberales y el imperialismo inglés, Ed. Peña Lillo, Buenos Aires, 1969, pág. 86.
(2) Noticias confidenciales de Buenos Aires a USA (1869-1892), Ed. Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1969.
Miguel Ángel Scenna (1924-1981) fue un historiador argentino, especializado en historia política de la Argentina, de profesión médico oftalmólogo. Publicó gran cantidad de libros y artículos, entre los que se destacan por su impacto, Cuando murió Buenos Aires 1871 (1974) sobre la trágica epidemia de fiebre amarilla, Los Militares (1980) y F.O.R.J.A., una aventura Argentina (De Yrigoyen a Perón) (1983). Fue un habitual colaborador de la revista Todo es Historia, dirigida por Félix Luna, donde publicó gran cantidad de artículos. Se lo consideró un miembro moderado de la corriente revisionista.
Obra
Cómo fueron las relaciones Argentino-Norteamericanas (1970)
Las brevas maduras (1804-1810) (1974), libro integrante de la colección Memorial de la Patria, dirigida por Félix Luna
F.O.R.J.A., una aventura Argentina (De Yrigoyen a Perón) (1972)
Antes de Colón (1974)
Braden o Perón (1974)
Cuando murió Buenos Aires 1871 (1974)
Argentina-Brasil: Cuatro Siglos de Rivalidad (1975)
Los que escribieron nuestra historia (1976)
Crónicas de Buenos Aires (1977)
Los Militares (1980)
Argentina-Chile: Una Frontera Caliente (1981)
FUENTE: http://contexthistorizar.blogspot.com/